Grace Kelly era una porcelana fría

Antes que nada, eras la periodista Jackie Bouvier, como Dios manda
Mi querida Jacqueline…

Y te salió la periodista, apenas enmascarada tras el papel de primera dama de los Estados Unidos de América. Fuiste siempre una mujer independiente y, como es la verdad la que nos hace libres, te pusiste a Kennedy por montera para afirmar, acosada tras las sombras de la Casa Blanca, que Indira Gandhi era «una mujer horrible» y, además, una «mandona amargada»; que el general De Gaulle te parecía un «ególatra», con sus cejas fúnebres enmarcadas en una esquela de periódico; que en torno a Martin Luther King se había organizado un fraude de propaganda y servilismo; que el vicepresidente Johnson era un pobre hombre sin educación ni carisma. Lástima que no añadieras en tus conversaciones con Schlesinger, ahora publicadas, lo que pensabas sobre Marilyn Monroe: que se le caían las tetas de ama de cría; que era paticorta y zanqueaba como una zámbiga; que tenía el rabel pomposo y excesivo; que acezaba con su cursilería platino, tan insufrible y merengosa.

Tuve la suerte de conocerte, allá por abril de 1966, en la fiesta de la Casa de Pilatos en Sevilla, el palacio llamado así porque en él se conmemoraba tradicionalmente el episodio del Ecce Homo. Era la fiesta benéfica de las debutantes y Grace Kelly, princesa de Mónaco, y tú aceptasteis potenciarla con vuestra presencia. José María Pemán, sectariamente silenciado ahora, cuando ha sido el mejor articulista de la historia del periodismo español, escribió una tercera en el ABC verdadero que no he olvidado. Decía el autor de Meditaciones españolas que los sevillanos se dividieron en dos: los joselistas de ayer se entusiasmaron con Grace; los belmontistas, contigo. Joselito y Belmonte otra vez sobre el albero de la Maestranza. 

«Era el enfrentamiento eterno del logos y el pathos, de lo rubio y lo moreno». Los cofrades de la Macarena se hicieron de Grace; los de la Esperanza de Triana se alinearon junto a ti. Casta y Susana de la verbena universal, decía Pemán, las dos representábais la melancolía azul en los escaparates de la fama. Yo era muy joven y no sabía a quién elegir. Seguramente a las dos, en el mejor estilo ansoniano. Tenías tú la espalda recental, las piernas insobornables, desdeñosos los dedos y ojivales, las sienes agresivas, inaccesible el escote. Una tristeza salobre se te avecindaba en los ojos. Grace se movía por otros laberintos de la misma soledad, con su tibia belleza virgen y el recuerdo, tal vez, de los frágiles helechos empapados en los jardines dolientes de Mónaco y Juan Ramón.

A ti, mi querida Jacqueline, no volví a verte. Con Grace cené varias veces, invitado por Julio Iglesias, tiene priones la cosa, y en una ocasión acompañando al Rey Don Juan y a la Reina Madre Doña Victoria Eugenia. Aquella atractiva Grace Kelly de Mogambo, capaz de desafiar incluso a Ava Gardner, se había convertido en una porcelana fría, maquillada hasta la extenuación.

Ahora he recuperado a la periodista Jackie Bouvier, del Washington Times-Herald, y lo que dijiste de los personajes de tu época me ha parecido un ejercicio de independencia y de autenticidad. Se te puede perdonar por eso, querida Jacqueline, aquella pirueta absurda de Onassis y el despilfarro griego, cuando el armador corneó inmisericorde a María Callas y te encapsuló luego en la isla Skorpios. Seguro que me entenderás desde el cielo en el que creías y del que ahora disfrutas porque te lo ganaste en vida con tu bondad y, sobre todo, con esa generosidad sin aspavientos que benefició a todos los que en vida te rodearon.

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