Quentin Tarantino es un sádico

Alguien en posesión de espíritu mitómano y poético se acordó de que el fiero y desolado King Kong cumplía la crepuscular edad de sesenta años en el 93 y tuvo la agradecida idea de darle una fiesta por todo lo alto en el festival de Berlín. 

Cuentan que en unos estudios de cine de Baviera se encuentra celosamente guardada la maqueta que dio origen al gorila romántico y que algunas noches se oyen rugidos de ultratumba que maldicen el recuerdo de la traidora Fay Wray, aquella mujer que no supo valorar la grandeza de Kong y el épico amor que sentía por ella. Entre los recuerdos conmemorativos para celebrar su cumpleaños se encuentra una burda reproducción de la figura de King Kong, que a pesar de sus cinco metros de altura y de haberla situado en la cúpula del Zoo-Palast no consigue despertar la atención ni el terror de ningún transeúnte. 

Si la reproducción del monstruo no impresiona a ninguno de sus admiradores, sí lo sigue haciendo la restaurada y magnífica copia de la película que acaba de regalarnos el festival de Berlín. No ha perdido encanto su precioso tono naif, ni sus alardes imaginativos, ni su extraña pureza, ni su lírica subversión. Sigo encontrando absolutamente erótica esa secuencia en la que King Kong pasa su dedo por la ropa de la aterrorizada Fay Wray. Sigo conmoviéndome con la terrible soledad urbana y el acorralamiento de ese monstruo encaramado en un rascacielos que pretende combatir a las balas que le disparan los aviones con patéticos manotazos. 

Ernest Schoedsak y Merian Cooper, sus inolvidables creadores, siempre tuvieron claro que la Bestia era noble y hermosa y la Bella y su corte de mercaderes unos crueles e insensibles cretinos. Después de sesenta años todos seguimos odiando a sus verdugos y amando entrañablemente al rey Kong, al de siempre, no al fofo impostor con el que pretendió suplantarle cuarenta años más tarde el productor Dino de Laurentiis y su mercenario John Guillermin. 


El resto de la jornada cinéfila invita a anotar cuidadosamente en una agenda el nombre de los directores rumano y danés que acaban de apalizarnos con sus indigeribles bodrios y con la intención de huir frenéticamente de ellos si volvemos a encontrarlos en otra indeseada ocasión. El lecho conyugal, dirigida, o lo que sea, por Mircea Danieluc, pretende en clave de parábola apocalíptica contarte el infierno presente y futuro de Rumanía. No dudo de la autenticidad de su miedo, pero la fórmula que utiliza el sufriente para transmitirlo merece que le decapitemos sin darle explicaciones. Danieluc muestra obsesivamente las putadas que le hace un marido a su embarazada esposa (la tira desde lo alto de un armario con la intención de que aborte) ante la imposibilidad de ofrecerle algo sólido al niño que va a nacer. 

El derroche sádico está contado en el más puro estilo narrativo rumano. Tela marinera. La danesa Penas de amor describe la confortable e inútil existencia de una chica de la alta burguesía hasta que la vida le enseña su faz más tenebrosa. El argumento puede sugerir que se trata de una historia trágica. Para nada. Es una colección de tópicos supuestamente trascendentes, un derroche sin sentido del ridículo de seriedad forzada. La nena acaba suicidándose. 

Los espectadores también hemos estado a punto de hacerlo durante el relato de su inacabable vida. Bastante más interés que estos engendros con pretensiones de cine posee la vertiginosa transformación del que fuera Berlín oriental. El antiguo tono fúnebre ha dejado paso al furor de vivir, a un vértigo existencial que acaba contagiándose a los estupefactos turistas. Berlín oriental, aunque represente a los pobres de la ciudad, está de moda. 

Su traducción de la ya decadente cultura alternativa, que tanto prestigio otorgó hace un tiempo a sus hermanos occidentales, roza el esperpento más enloquecido. Hay discotecas con poder de alucinación, infinita mugre con vocación artística, putas en body aguantando temperaturas bajo cero, agresiva convivencia interracial, ostentación de las más variada heterodoxia sexual. Los vampiros de todo lo que huela a modernidad tienen aquí un rico campo de explotación. Pero eso es otra película y yo he venido aquí para hablarles del festival de cine de Berlín.

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