Los escritores españoles no escriben literatura fantástica

Hasta ahora se podía contar con los dedos las contribuciones de autores españoles a la literatura fantástica. De ahí su ausencia de las innumerables antologías del género, en las que, de una a otra forma, se repiten invariablemente nombres como los de Arnim, Hoffmann, Storm, Merimée, Nodier, Maupassant, Villiers, Walpole, Radcliffe, Lewis, Lytton, Poe, James, Le Fanu, de la Mare, Potocki, Alexis Tolstoi, Lovecraft, Borges, etc. 

A partir de ahora, una antología del género que acogiera a autores tan dispares como los que acabo de citar al tuntún y a vuelamemoria, tendría forzosamente que incluir algunos de los magníficos relatos de estas última obra de Juan Eduardo Zúñiga. Nadie, sin embargo, podría, sin noticia previa, reconocer como español al autor de estos relatos, y aún menos identificarlo como el mismo escritor de los espléndidos cuentos realistas de Largo noviembre de Madrid, publicados ya hace una decena de años. 


Pues estos misterios no tienen localización precisa, y su vaga intemporalidad sólo ofrece algunas fisuras (carruajes, palacios, jardines, «secreters») para adentrarnos en el siglo pasado, en un mundo romántico más evocado o sugerido que descrito. Con toda probabilidad, el autor ha recurrido a ese distanciamiento en el espacio y en el tiempo por considerar que lo fantástico resiste difícilmente la cruda luz del sur y la ramplonería de la época. 

Estos misterios se alojan en 40 relatos que componen un libro tan fascinante como insólito. Lo fantástico en estos relatos no se surte de fantasmas, estantiguas, vampiros, brujos, magos, trasgos ni hadas; ni recurre al conjuro del espiritismo, de lo macabro o del horror, ni a la ciencia-ficción; ni se sirve de los decorados y del attrezzo de la novela gótica. Lo fantástico aquí es mucho más sutil; se sitúa en el terreno poético y en la exploración de una realidad psíquica como la que defendía Henry James, sin límites aparentes, en la que se mezclan y disuelven el pasado y el presente en fugaces pero intensas resurrecciones de voces, manos, rostros, seres, mensajes... 

Con consumada habilidad artística, el autor nos infunde el escalofrío del conflicto entre lo racional y lo maravilloso, a través de una sutil aleación de ambos componentes, mediante el juego con lo equívoco (estatuas vivas, maniquíes animados...) y con una bien calculada ambigüedad para situar al lector en la incertidumbre de si se halla ante la leve materialización de un sueño o ante una evanescente alucinación. 

Para la consecución de tales efectos, suelen recurrir los autores del género a una prosa de largos periodos, envolvente, que, por sucesivas pinceladas de impregnación, vaya llevando al lector a un estado semi-hipnótico. Zúñiga rompe también aquí los moldes del género, con una prosa nítida, sumamente económica, de frases cortas. 

Una prosa muy castigada, como le gustaba a Borges, en la que el estilo se hace invisible como le gustaba a Léautaud. Esta habilidad técnica, esta prosa y este profundo conocimiento de los recursos del género demuestran que Juan Eduardo Zúñiga es tan consumado escritor como avezado lector. 

Todo amante de la literatura es un vampiro, y nadie, entre nosotros, han vampirizado tanto y tan bien como Juan Eduardo Zúñiga la literatura eslava. Ahí está su libro El anillo de Pushkin, una muy personal y sensitiva recreación de lecturas (Pushkin, Lérmontov, Turgueniev, Blok, Andreiev, Gogol, Chéjov, etc.) cuya reedición acaba de lanzar Alfaguara simultáneamente a la edición de estos Misterios. Hay que decir, en conclusión, que la belleza de estos misterios es más tributaria de la poesía que los impregna, que de la sabia utilización de lo fantástico. 

Ello se hace plenamente evidente en relatos tan perfectos como La bailarina y El regreso, dos poderosas evocaciones cuya intensidad fuerza la reversibilidad del tiempo, que difícilmente podrían encajar en el género de la literatura fantástica. Sorprenderá a más de un lector que el autor de un libro tan hermoso y logrado como éste sea tan poco conocido. Cierto es que los medios de comunicación están generalmente más atentos a los ecos que a las voces, pero a ello ha contribuido también Zúñiga con una discreción que linda con el retraimiento. Está bien que así sea, porque no le va la estridencia. Es un escritor confidencial.

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