Hombre putrefacto en el sepulcro
El hombre desarticulado de Picasso, el hombre como coleóptero o como una chinche humana de Armitage, el hombre monolineal, solitario y frágil de Giacometti, el hombre putrefacto de Bacon, que anuncia la irrevocabilidad del sepulcro.
Ese arte moderno, que a diferencia del arte clásico no ofrece consuelo ni solidaridad, engendró la «Teoría Estética» de Adorno en la que se identifican (siguiendo una sugestión de Hegel) obra de arte y dolor. La obra de arte como «conciencia de padecimientos».
Cuando Adorno graba en el frontis de la Agonía Moderna su famoso dictum, según el cual «después de Auschwitz ya no es posible escribir poemas», es que ha comprendido que ya no podrá haber arte que no esté entrelazado con la Historia. Bacon, uno de los espectadores más atormentados de la tragedia europea, acaba de morir en Madrid. Tal vez las crueles deformaciones de sus figuras no respondan a una visión científica de la putrefacción, lo que por otra parte no sería más que un ingenuismo exterior irrelevante. Es la interioridad del hombre la que se descompone y pierde todo su sentido.
El hombre ya es un monstruo que «monstruiza» cuanto toca. Es una pintura en la que no hay promesa ni redención. Cualquier esfuerzo sólo desplazará la miseria, pero no le pondrá fin. A diferencia de una catedral gótica, de Velázquez, de la Novena Sinfonía, el arte de Bacon no expresa ningún sentimiento moral. La razón se ha replegado sobre sí misma, se ha devorado a sí misma y no hay valores.
Es entonces cuando los ciegos gusanos del Mal hacen su obra. El único sentimiento que sugieren los cuadros de Bacon es un miedo sin orillas. En ellos, la ligera muerte va apoderándose de todo. Bacon pinta procesos de cadáveres. Adorno una vez más: lógica de la decadencia como fundamento de la Historia.
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