He matado a un vampiro

El interés por parte del Ministerio de Educación y Cultura de «meter el cine en las escuelas» llevó a Javier González Martel a la redacción de su primer libro, El cine en el universo de la ética. «Hay gente que viene luchando desde el 68 por que el cine sea una asignatura como la literatura. Realmente ofrece las mismas posibilidades expresivas y, desgraciadamente, hay más espectadores que lectores».

A este joven autor, las cintas religiosas proyectadas en los colegios con motivo de determinadas festividades o aquellas otras, supuestamente aptas para los adolescentes, exhibidas esos días en que la lluvia impide que el alumnado pueda disfrutar del patio, no le valen.

«Siempre se ha hablado de un cine didáctico; que la asignatura de Historia, además de incluir bibliografías, incluya filmografías», recuerda González Martel.

«Son cosas muy forzadas. Lo que yo defiendo en mi libro es que la escuela forme espectadores críticos, activos, que al enfrentarse con una película sepan rechazar lo que Visconti y Rossellini llaman cine de monigotes, porque dan al espectador sucedáneos de humanidad. Es peligroso que un espectador no formado acepte estos cánones por ciertos y, cuando salga a la vida, dejando de ser espectador para ser actor de su destino, lo interprete con caracteres mal aprendidos en películas mediocres», explica.

En contrapartida a esas películas de falsos héroes, el escritor ofrece una definición de Bardem, que se refería al cine como «historias de hombres y mujeres en términos de luz». Gente en definitiva que, en la actualidad, «está mucho más cerca de los antihéroes creados por Dustin Hoffman o Al Pacino que de Rambo o Superman».

Como el cinéfilo de pro que es, Javier González Martel le dedica el libro a Antoine Doinel, alter ego del gran Truffaut, «con todo lo que esto significa». Ese inmenso significado, a grandes rasgos, se podría resumir en: «Con él aprendí a sentir, a besar, a caminar por la calle».


Las enseñanzas que le brindará la pantalla también incluyen «el saber matar vampiros». «Lo que me ha venido muy bien en la vida real. Hay personajes maravillosos a los que tenemos que imitar constantemente».

Con todo y con eso no le ciega la pasión. «Habría que tener un poco de delicadeza a la hora de elegir el tipo de películas que se van a proyectar en las escuelas», observa. «Realmente, si en los colegios se toma como héroe al Doinel de Los cuatrocientos golpes, se acabaría con todos los chavales correteando por las playas».

Quizás sea por consideraciones como ésta por las que Victoria Camps afirma en el prólogo: «Javier González Martel ha sabido encuadrar el cine en el universo que le interesa a la educación: el de los comportamientos humanos y el del juicio valorativo que es el que separa lo que merece la pena de lo que no vale para nada».

«La censura se la debe imponer uno mismo», considera el autor, cuestionado sobre las atrocidades filmadas por Quentin Tarantino y otros realizadores tan del gusto de la juventud actual.

«Pero no una censura de decir esto no se debe hacer, sino esto lo veo y me sale por la oreja. Ver una película o leer un libro es como hacer la digestión. Tienes unas cosas que se te incorporan al organismo y otras que expulsas, tiras de la cadena y desaparecen. Todos tenemos que tener una especie de cisterna. Cuando los espectadores sean críticos, podremos ver a Tarantino riéndonos de sus cosas graciosas y deshaciéndonos de las malas digestiones que nos puedan provocar sus estallidos de violencia».

Sobre lo que Javier González Martel aún alberga sus dudas, es acerca de si el cine es el responsable de la creciente fascinación por la violencia que siente la juventud. «Es difícil saber hasta qué punto la realidad imita al cine o el cine imita a la realidad. La cuestión es tan tremenda que no sabemos por dónde pillarla», afirma.

«Me parece peligroso descalificar películas como las de Tarantino por estas razones. La violencia en el cine cada vez es más espectacular. Pero está tan desfasada que se ha convertido en un esperpento. Se ríe de sí misma y se ha convertido en una especie de cómic. Al final no te impresiona».

Para Martel, en las películas se pueden encontrar otras escenas más fuertes: «Causa más impresión una lágrima que un estallido de sangre».

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