La última cita de Elvis
Cuarenta y dos años no son muchos para dejar plantada a la vida; para cualquier mortal es una edad temprana, un trayecto demasiado corto como para resignarse a morir, pero cuando se trata de mitos, las cuentas son distintas.
Una muerte cinco o seis años antes hubiera aumentado el aura del héroe. Y es que la defunción, hace hoy quince años, de Elvvis, el rey blanco del rock, constituyó uno de los grandes fallos de este ídolo suprahumano, que hasta entonces había forjado una carrera encaminada a la gloria eterna y del que ahora RCA, publica, en una caja histórica, las grabaciones originales que el Rey realizó en la década plateada de los 50.
Su rostro abotargado, el exceso de peso, las salidas de tono y los desmayos en el escenario; su relación con las drogas, su fama -parece que merecida- de pederasta, las palizas que propinaba a la astuta Priscila -que con la explotación de Graceland parece estar cobrandose los malos tratos- y su supuesta afición a la magia negra no han conseguido empañar la obsesión de unos admiradores cegados por el brillo de su genio, o quizá de sus lentejuelas, que han convertido al muchacho que a los 18 años (en el verano del 53) entró por primera vez en el estudio de Sun Records para grabar su primera canción, en un santo rodeado de altares abarrotados de boato, digno de peregrinajes anuales.
Y es que si los puntos cardinales de Elvis Aaron Presley son, sin necesidad de excusas, lugares de visita obligada, parada turística de fans irreductibles y de curiosos con ánimo de crítica, hoy, en un especial aniversario de su muerte, las visitas a los distintos santuarios y las escenas de histerismo retardado se marcarán más que nunca.
La casa natal de Elvis, su mansión de los horrores del lujo (Graceland), los estudios de Sun Records (en el mítico 706 Union Av. de Memphis) o el club donde la pelvis más flexible de la época se agitó por primera vez en público se abarrotarán hoy de acólitos venidos de todo el mundo, que como salidos del Mystery train de Jim Jarmusch intentan revivir la época dorada de un estilo, que en sólo tres lustros, ha evolucionado hasta hacerse casi irreconocible. Para muchos el mérito de Elvis tiene más. que ver con su carisma, con el aura que le rodeó a lo largo de su carrera que con sus aportaciones al rock and roll.
El tímido adolescente que el productor Sam Philips conoció a principios de los 50 «el chico -declaró Philips hace unos años- más introvertido de los que pasaron por ésos estudios» consiguió encarnar años más tarde todos y cada uno de los personajes que la sociedad americana reclamaba. El tupé bien despeinado, la lasciva pelvis dislocada y sus labios abultados le convertían en el novio pulcro, sudado en el momento adecuado, que toda adolescente en sus cabales exigía.
Un sinvergüenza domado, con el toque adecuado de picardía, pero lleno de bondad, patriota y, desde luego, muy buen partido, que las madres sentarían a su mesa. E incluso el muchacho viril, autor de una música contagiosa, que los chicos aceptaban, aunque sus novias suspiraran por «The Pelvis» a su espalda.
A esa construcción del mito, de la encarnación masculina del sueño americano contribuyó definitivamente su paso por el cine. Si sus canciones ayudaron a la democratización y el éxito masivo del rock y le granjearon el respeto del sector masculino, el cine, las películas con sabor a tarde de sábado, optimistas, previsibles y sólo aptas para los fans más tenaces fueron las que forjaron la imagen estelar de un Elvis que de otra forma podía haberse quedado -como alguno de sus compañeros- en una «simple» estrella del rock, un genio musical sin excesiva trascendencia social.
Una muerte cinco o seis años antes hubiera aumentado el aura del héroe. Y es que la defunción, hace hoy quince años, de Elvvis, el rey blanco del rock, constituyó uno de los grandes fallos de este ídolo suprahumano, que hasta entonces había forjado una carrera encaminada a la gloria eterna y del que ahora RCA, publica, en una caja histórica, las grabaciones originales que el Rey realizó en la década plateada de los 50.
Su rostro abotargado, el exceso de peso, las salidas de tono y los desmayos en el escenario; su relación con las drogas, su fama -parece que merecida- de pederasta, las palizas que propinaba a la astuta Priscila -que con la explotación de Graceland parece estar cobrandose los malos tratos- y su supuesta afición a la magia negra no han conseguido empañar la obsesión de unos admiradores cegados por el brillo de su genio, o quizá de sus lentejuelas, que han convertido al muchacho que a los 18 años (en el verano del 53) entró por primera vez en el estudio de Sun Records para grabar su primera canción, en un santo rodeado de altares abarrotados de boato, digno de peregrinajes anuales.
Y es que si los puntos cardinales de Elvis Aaron Presley son, sin necesidad de excusas, lugares de visita obligada, parada turística de fans irreductibles y de curiosos con ánimo de crítica, hoy, en un especial aniversario de su muerte, las visitas a los distintos santuarios y las escenas de histerismo retardado se marcarán más que nunca.
La casa natal de Elvis, su mansión de los horrores del lujo (Graceland), los estudios de Sun Records (en el mítico 706 Union Av. de Memphis) o el club donde la pelvis más flexible de la época se agitó por primera vez en público se abarrotarán hoy de acólitos venidos de todo el mundo, que como salidos del Mystery train de Jim Jarmusch intentan revivir la época dorada de un estilo, que en sólo tres lustros, ha evolucionado hasta hacerse casi irreconocible. Para muchos el mérito de Elvis tiene más. que ver con su carisma, con el aura que le rodeó a lo largo de su carrera que con sus aportaciones al rock and roll.
El tímido adolescente que el productor Sam Philips conoció a principios de los 50 «el chico -declaró Philips hace unos años- más introvertido de los que pasaron por ésos estudios» consiguió encarnar años más tarde todos y cada uno de los personajes que la sociedad americana reclamaba. El tupé bien despeinado, la lasciva pelvis dislocada y sus labios abultados le convertían en el novio pulcro, sudado en el momento adecuado, que toda adolescente en sus cabales exigía.
Un sinvergüenza domado, con el toque adecuado de picardía, pero lleno de bondad, patriota y, desde luego, muy buen partido, que las madres sentarían a su mesa. E incluso el muchacho viril, autor de una música contagiosa, que los chicos aceptaban, aunque sus novias suspiraran por «The Pelvis» a su espalda.
A esa construcción del mito, de la encarnación masculina del sueño americano contribuyó definitivamente su paso por el cine. Si sus canciones ayudaron a la democratización y el éxito masivo del rock y le granjearon el respeto del sector masculino, el cine, las películas con sabor a tarde de sábado, optimistas, previsibles y sólo aptas para los fans más tenaces fueron las que forjaron la imagen estelar de un Elvis que de otra forma podía haberse quedado -como alguno de sus compañeros- en una «simple» estrella del rock, un genio musical sin excesiva trascendencia social.
La confirmación de que la presencia de Presley en las pantallas de cine podía aumentar los ingresos de emporio Elvis llegó con la aparición del Rey en el programa de televisión Ed Sullivan Show, que tuvo 82% del total de audiencia televisiva norteamericana.
A la vista del potencial popular del rey, la máquina de Hollywood se puso a trabajar a toda marcha, para ofrecer, como de costumbre, lo que él público quería de su héroe. En un principio, los productores pretendían que los filmes no tuvieran nada que ver con la música; no querían repetir cinematográfico y el mánager del artista, Colonel Parker, supieron aprovechar cada uno de los movimientos del protagonista de King Creole para convertirlos en temas de películas.
El aire entre canalla y aniñado del típico sureño se explotó hasta la saciedad por grandes magnates, que veían en Elvis al prototipo del adolescente perfecto, «Elvis -declaró en la época dorada del músico el productor.
A la vista del potencial popular del rey, la máquina de Hollywood se puso a trabajar a toda marcha, para ofrecer, como de costumbre, lo que él público quería de su héroe. En un principio, los productores pretendían que los filmes no tuvieran nada que ver con la música; no querían repetir cinematográfico y el mánager del artista, Colonel Parker, supieron aprovechar cada uno de los movimientos del protagonista de King Creole para convertirlos en temas de películas.
El aire entre canalla y aniñado del típico sureño se explotó hasta la saciedad por grandes magnates, que veían en Elvis al prototipo del adolescente perfecto, «Elvis -declaró en la época dorada del músico el productor.
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