Militares heroicos
Pues pásmate, porque acabada la guerra, el militar se pone a estudiar Arte en la Universidad Americana de Biarritz. ¡Arte!
Lo repatrian. Se sale del Ejército. Vuelve al Ejército, a los tanques, que, de momento, parecen lo suyo. Lo mandan a Japón, con las fuerzas de ocupación, y allí dirige una estación de radio.
Y estando en éstas, Charles Willeford publica su primer libro, La risa del proletariado. ¡Un libro de poesía!
Se divorcia. Se sale del Ejército. ¿Y qué hace? Se va a estudiar un curso de postgrado en Bellas Artes a la Universidad de Lima. ¿Por qué a Lima? No lo sé, aunque… ¿Postgrado? No cuela. Las autoridades académicas acaban descubriendo que ha mentido. Ni siquiera tiene el Bachillerato. Lo echan.
Estamos en 1950, y el pájaro sólo tiene 31 años. Vuelve al Ejército, esta vez a la Fuerza Aérea, y aquí abrevio: durante seis años, Charles Willeford presta sus servicios en seis bases aéreas diferentes y, finalmente, dice adiós a las armas. Se ha ganado la plaza en el cementerio de Arlington.
Para esas fechas, se ha casado otra vez, ha tenido un hijo, ha publicado su primera novela y dos novelas más. Novelas negras, hard boiled, las más duras, mucha violencia y mucho sexo. Lenguaje desgarrado, abrupto. Directo. Tapa blanda, portadas llamativas, ediciones baratas, novelas de quiosco de estación.
Charles Willeford ha iniciado el camino que le llevará a ser comparado con los grandes, con David Goodis, Horace McCoy y, sobre todo, Jim Thompson, el más bestia de todos.
Escribe y publica, pero no pilla suficiente dinero. Se gana las perras como boxeador, entrenador de caballos, vendedor de mercadillos y actor en spots publicitarios.
Pero lo de estudiar iba en serio. Cojamos aire: Willeford acaba el bachillerato, se licencia en Literatura Inglesa en la universidad de Miami, hace un máster en Artes y acaba de profesor de Humanidades, Inglés y Filosofía en la misma Universidad de Miami, ciudad en la que vivirá más de 20 años y en la que morirá de un ataque al corazón, en 1988, tras haberse casado por tercera vez y haber escrito, aproximadamente, 16 novelas, cuatro autobiografías, dos libros de poesía, dos más de crítica literaria y una obra de teatro. Cuando ya estaba entregado a la sabiduría, fue, además, crítico de libros en el Miami Herald y, antes, uno de los editores de la revista Alfred Hitchcok's Mystery.
Quentin Tarantino ha dicho que el tono de Pulp Fiction tiene mucho que ver con las novelas de Charles Willeford, que se han llevado a la pantalla tres veces. Monte Hellman hizo Cockfighter en 1974, y Willeford escribió el guión y actuó; Robinson Devor dirigió The woman chaser (1999) y, a lo que vamos, George Armitage hizo antes, en 1990, una adaptación insulsa de Miami Blues, con Alec Baldwin.
Charles Willeford no ganaba mucha pasta con sus libros, y resulta que cuando sacó Miami Blues (RBA), la primera de las cuatro novelas del detective Hoke Moseley, se forró. Se murió cuatro años después.
Hoke Moseley es un policía de Miami, cuarentón, astroso, con dentadura postiza y arruinado por su ex mujer. Son los años 80, y Miami tiene uno de los índices de delincuencia y criminalidad más altos del país. Y allí aterriza Freddy Frenger Jr., recién salido de San Quintín, que nada más pisar el aeropuerto se carga a un Hare Krishna que le pide dinero y le coloca un pin de una manera que a él no le gusta. La definición de Freddy en la primera línea de la novela es puro Willeford: «Un despreocupado psicópata». Freddy, por esas casualidades de la vida, conocerá enseguida a la hermana del Hare Krishna, una cría medio retrasada, que se dedica al puterío y hace como que estudia. La descerebrada parejita va a dar muchos problemas a Hoke Moseley.
En la página 120, Willeford habla de «una puesta de sol del color de las encías», y uno pega un salto en la butaca porque recuerda un cuento de Ficciones donde Borges escribe de un cielo «que tenía el color rosado de las encías de los leopardos». Frases así no se olvidan. Charles Willeford se había leído, de James Joyce a Samuel Beckett, toda la literatura culta del siglo XX. Llega a morir en París y, en vez de en Arlington, estaría enterrado en Père-Lachaise al lado de cualquier lumbrera.
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