David Bowie era vampiro
Hincar el diente y chupar, como los vampiros. Esa ha sido la profesión de David Bowie desde 1967. La vampirización exenta de escrúpulos a la hora de crear puede llegar a convertirse en arte si se sabe hacer -fagocitando, asimilando- y Bowie, tradicionalmente, ha sabido. Que se lo digan a Bob Dylan, a Donovan, a Marc Bolan, a Lou Reed, a Los Stooges del viejo Iggy Pop, a... así que, por mucho que se sigan empeñando algunos en llamarle camaleón por aquello de los cambios de piel, estamos ante un vampiro. Ya lo dijo una vez Mick Jagger: «Con David delante, no puedes llevar zapatos nuevos. Te los robaría». Un Drácula del rock que cumplirá 50 años dentro de once días, onomástica que celebrará con una gran fiesta junto a sus amigos y -se dice- con un concierto sorpresa en Londres.
El medio siglo del eternamente joven Bowie provoca, como siempre ocurrió con el personaje, considerables dosis de interés musical, personal y hasta marital (no olvidemos que hace cuatro años se casó con la top-model somalí Imán, nupcia que fue carne de la versión inglesa de la revista ¡Hola!) y no poco morbo en forma de interrogantes sobre la muy trillada vida de la estrella, como ¿qué fue de su bisexualidad confesa?, ¿cuánto le duró exactamente su ramalazo nazi?, ¿cómo logra permanecer inalterable al paso del tiempo después de devorar toda la heroína y cocaína devorables?, ¿de verdad el marido fiel y el madrugador impenitente han suplantado a la bestia parda de las noches londinenses o berlinesas?
El hacerse cincuentón le ha coincidido al vampiro con la pronta salida al mercado de su nuevo disco (Earthling, a la venta en febrero) y con la reciente publicación en Gran Bretaña de dos biografías sobre su persona. Ni Living on the Brink, de George Tremlett, ni Bowie. Loving the Alien, de Christopher Sandford, suponen precisamente el desciframiento definitivo del autor de Ziggy Stardust pero sí desvelan alguna que otra intimidad más o menos velada del artista.
La vida de Bowie parte de una mentira, si se hace caso a la tesis sostenida por Sandford en su libro. El músico nacido en la barriada londinense de Brixton siempre alardeó de haber crecido en el humilde barrio de Harlem, en medio de una población compuesta por inmigrantes de todas las latitudes. El periodista Christopheer Sandford sostiene que, en realidad, Bowie fue criado por sus padres en Bromley, una zona exquisita de la capital británica, y que no vio emigrantes ni en pintura.
Por otra parte, la biografía habla de un personaje arrevesado donde los haya en las cuestiones sexuales, un voyeur incansable y amante de orgías cuanto más numerosas mejor. En las páginas de Bowie. Loving the Alien subyace además la que sería una de las explicaciones psicológicas del carácter difícil de la estrella, de su megalomanía y de su miedo patológico a la muerte: los problemas familiares derivados de la esquizofrenia y otros trastornos mentales (una hermana muerta en un asilo mental, otra lobotomizada, unos abuelos excéntricos, etc.). Ya se sabe, un astro sin un pasado atormentado no es un astro.
Bowie lo es. La vampirización de la que se hablaba ahí arriba es -mientras nadie lo prohíba y siempre que se haga bien- una forma de trabajo como otra cualquiera. Es la misma que permitió en 1969 a David Jones (su verdadero nombre) seguir los pasos de Stanley Kubrick y su 2001. Una odisea del espacio para componer Space Oddity, su primer disco serio si se exceptúan las inocentes experiencias juveniles de dos años antes contenidas en el álbum David Bowie. La misma que en 1972 le permitió parir a Ziggy Stardust, un extraño ser de lentejuelas, plumas y cresta anaranjada que se convertiría en capitán de los ejércitos del glam-rock, con permiso de Marc Bolan, otro amigo del alma al que Bowie se apresuró a fagocitar. Consecuencia de todo ello: La ascendencia y caída de Ziggy Stardust y las arañas de Marte, simplemente una de las cumbres del rock gracias a la voz de reinona de Bowie, a una banda de excepción y a unas letras que habrían llevado a la tumba a Margaret Thatcher de haber estado ya en Downing Street.
Antes, en Hunky Dory (1971), David Bowie había tenido a bien rendir sendos homenajes a varias de sus fuentes de inspiración: una de ellas fue, Lou Reed -quien compartiría con él el gusto por la heroína y alguna que otra pose de fotos comprometida y quién sabe si no sólo la pose-. Queen Bitch fue el título del recordatorio al líder de la Velvet Underground. Los otros dos homenajes fueron para Bob Dylan, Song for Bob Dylan, y Andy Warhol (Andy Warhol). Vampiro sí, pero agradecido.
También agradecido a los vanguardistas alemanes, de los que bebió para componer junto con Brian Eno la denominada trilogía de Berlín: Low (1977), Heroes (1977) y Lodger (1978), considerada por gran parte de sus seguidores y de la crítica como la cumbre de su carrera. Fueron años de brillantez musical y también de pasear al borde del precipio. La heroína paseaba entonces a un Bowie chupado y pálido, y devoto repentino de Adolf Hitler. En uno de sus conciertos, rizó el rizo al aparecer a bordo de un descapotable con camisa blanca, correas negras, el pelo corto engominado y el brazo en alto. El año pasado, Bowie volvió -musicalmente hablando- a aquellos tiempos. Fue con Outside, un disco áspero que supuso su reencuentro con Eno y en el que expresaba a través de la música y de un nuevo personaje inventado -el detective Nathan Adler- sus vivencias en un sanatorio mental cercano a Viena. Con este disco, y en compañía de Morrisey, fundador de los desaparecidos Smiths y uno de sus clones musicales declarados, recorrió toda Europa en una gira que le trajo hasta el Doctor Musical Festival celebrado el pasado verano en el Pirineo leridano.
Con Earthling, todavía en la caja fuerte de su casa discográfica, Bowie no satisfará, desde luego, el hambre de los fans de la primera época, siempre colgados de Ziggy Stardust y de la trilogía berlinesa. Y sin embargo, con sus nuevas mezcolanzas de rock y jungle David Bowie hace lo que hizo siempre: evolucionar al ritmo de su tiempo, con los ritmos de su tiempo, metodología ciertamente honesta y nada cómoda.
El autor sostiene que Earthling fue compuesto en nueve días y medio, algo que respondía a una filosofía de trabajo muy concreta: «Escribir muy rápido y simplemente ver qué ocurría». Dicho de otro modo, escritura automática, ejercicio favorito de los surrealistas que siempre adoró Bowie. Escribir frases y después recomponerlas, como su amado William Burroughs.
Telling lies, primer sencillo extraído del nuevo LP, puede ser escuchado desde hace varias semanas por los navegantes emperdenidos de Internet, algo lógico teniendo en cuenta la obsesión actual de Bowie por los ordenadores en general y la red en particular.
¿Quién le iba a decir a aquel adolescente londinense de la pupila dilatada por un puñetazo que acabaría siendo dueño de un web site? Pero el tiempo pasa. Y 30 años de carrera son tiempo. Aunque el vampiro, por ahora, no tiene achaques.
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