Violetta Valéry canta la Traviata
El cáustico crítico se quedó perplejo al final de la función: no sabía a ciencia cierta si había asistido a una representación de La Traviata protagonizada verdaderamente por Violetta Valéry, o, en su lugar, por la madre o, quizá incluso, hasta por la abuela de la desventurada cortesana parisiense. La duda inquietante del cronista se derivaba del hecho de que si la obsoleta interpretación escénica de la soprano polaca Agnès Wolska parecía de la época de Maricastaña, su remilgada visión musical se antojaba propia de los tiempos del cuplé.
Fue la suya una visión ñoña y caduca, que insistió en todos los tópicos habidos y por haber. La exageradísima y rudimentaria gesticulación (en ocasiones recordaba a la protagonista de alguna película muda escapada del tiempo); los almibarados fraseos melódicos y unas maneras poco creíbles deslucieron una interpretación que, no obstante, sí dejó entrever nobles intenciones y una innegable honorabilidad profesio- nal, que no impidió que en más de varias ocasiones su voz calara y quedara «vecina al tono».
La soprano polaca contó con el crecido y muy entregado Alfredo del tenor madrileño Luis Dámaso, cada día más artista y mejor cantante. Abordó con nobleza y arrojo un impecable De miei bollenti spiriti cargado de impulso y vitalidad y delineó con fineza y soltura su poco grato papel. El barítono Eduard Tumagian en absoluto fue un dechado de virtudes. Su abrupto Giorgi Germont desde luego no quedará en los anales del canto verdiano y transcurrió en los mismos parámetros que la ajada Violetta de Agnès Wolska.Más que el padre de Alfredo, el señor que tan rutinariamente cantó el en otras ocasiones maravilloso Di Provenza il mar se antojaba el abuelo, el bisabuelo o, si me apuran, hasta su tatarabuelo...¡Vaya usted a saber!
Mejor estuvieron los papeles secundarios. La sensual Flora de la mezzosoprano uvetense Luisa Maesso, el veterano Barón Douphol del bajo Pedro Farrés, la deliciosa y fiel Annina de la cordobesa Auxiliadora Toledano o el pluriempleado doctor y criado del siempre eficaz Miguel López Galindo fueron bazas que contribuyeron a amplificar el nivel de la función.
La representación fue seguida por un público que abarrotó el Gran Teatro de Córdoba, un coliseo hoy seriamente empeñado en recuperar los esplendores y calidades que le distinguieron durante la etapa en que fue dirigido por Francisco López, quien precisamente firma la muy aplaudida producción escénica de esta Traviata nacida en el jerezano Teatro Villamarta. Hacen bien Córdoba y su Gran Teatro en recuperar para sí la figura que impulsó e hizo posible la eclosión lírica que disfrutó la capital cordobesa durante los primeros años noventa.
Su producción de La Traviata es realista y con aciertos tan remarcables como la sugerente huida final de Violetta, o la bellísima escena que cierra la ópera, de aires que parecen insinuados por Rembrant.Un cierto abigarramiento, probablemente derivado de las limitaciones de espacio impuestas por las reducidas dimensiones del escenario, no lograron impedir que su estudiado trabajo discurriera dentro de una línea que encauza bien la acción dramática. Suntuoso vestuario, cuidada iluminación y dinámica la escenografía con pretensiones de Jesús Ruiz.
El foso fue atendido por la Orquesta de Córdoba, que fue dirigida por su flamante directora, la tinerfeña radicada en Zúrich Gloria Isabel Ramos. Una directora solvente y dominadora, de enormes talentos y potencialidades. Su dirección es precisa y sabe bien lo que quiere y cómo obtenerlo. Podrá ser una gran directora de orquesta. Probablemente, cuando años de experiencia atemperen y carguen de sentido su excesivísima y atosigante gestualidad.Será entonces cuando los tempi dejen de desmadrarse y la música se enriquezca con todo lo que media entre los estruendosos fortísimos ¡cómo retumbaron los timbales en el en esta ocasión inocuo Amami, Alfredo y la obsesión por unos pianísimos de innegable calidad. También cuando comience a calibrar el desmesurado sonido orquestal y pensar que sobre el escenario hay unos cantantes a los que el público quiere oír.
La maestría del maestro o, de la maestra, que en este caso tanto monta se revela y necesita también fuera del podio. La dotada directora que sin duda es debe tener las necesarias dosis de lucidez, humildad e inteligencia para poder recoger el testigo de Leo Brouwer; para saber aprovechar y sacar partido a lo mucho bueno que el universal maestro cubano ha dejado en la orquesta.Será entonces, cuando la directora de orquesta se habrá convertido en maestra. Mucho tiene que aprender en este sentido de Brouwer.
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