Cuatro días esperando a su ídolo

Porque para mí, él no es Springsteen, sino Bruce. Porque sólo él es capaz de desatar mi yo más friki, esa personalidad latente que emerge de forma incontrolable cuando se acercan las fechas de sus conciertos y que me ha insuflado la energía necesaria para compatibilizar trabajo y familia -numerosa- con los cuatro días de cola que he tenido que guardar para ser la espectadora número 38 de 60.000 en entrar en el estadio y poder, así, volver a disfrutarte en primera fila. 

¿Locura? ¿Inmadurez? ¿Exceso de tiempo libre? Nada de eso. Entre los locos del Boss hay directivos de empresas que aparcan sus cochazos para someterse a las exigencias de las colas como cualquier hijo de vecino. Padres de familia acompañados por sus vástagos adolescentes y hasta sexagenarias que cruzan el charco para no perderse sus actuaciones. Y es que quién haya visto a Bruce como yo lo volví a gozar anoche ya no puede concebir hacerlo de otra forma. Porque, a diferencia de otros artistas, entre Bruce y nosotros, sus seguidores más fanáticos, no hay barreras. Le tocamos, le besamos, le cogemos de la mano y buscamos en cada movimiento suyo, un gesto de complicidad. Vibramos con su música, nos sabemos todas las letras de sus canciones, apreciamos que el sonido sea de calidad y rogamos porque el show pase de las tres horas y media. Pero lo que Bruce nos da excede los límites de un mero espectáculo. Es una inyección de euforia en vena cuyos efectos permanecen durante días. 

Una euforia que mitiga los durísimos efectos del cansancio que, inevitablemente, nos hace mella tras largos días de espera y pases de lista en los que, todo hay que decirlo, los incondicionales del Boss nos dejamos el físico, y, a veces, también un puntito de dignidad, por lograr un buen lugar. Organizados por un par de líderes voluntarios, desinteresados y autoproclamados para la ocasión, guardamos cola con el ferviente deseo de lucir sobre el dorso de nuestra mano un número lo suficientemente bajo como para entrar en el estadio con garantías de estar cerca del escenario. Ahí no queda todo. Marcados ya con el rotulador negro que distingue a los elegidos, acudimos al lugar de encuentro con puntualidad suiza y disciplina nipona a las horas marcadas para pasar lista. 

Allí estamos los de siempre. Sonia, con el rouge rojo pasión con el que se pinta los labios instantes antes de comenzar el espectáculo, preparado en el bolsillo. Luis, de Cartagena, y los malagueños Esteban y Antonio que, según cuentan con orgullo, compartieron sesiones de gimnasio con Bruce en Barcelona. David, el chico que le invitó a unas pintas en un bar de Dublín. Sami, el joven madrileño que jamás podrá olvidar aquella tarde en la que Kevin Buell, el guitar tech del artista de Freehold, le dejó tocar tres de la treintena de guitarras con las que viajan en cada gira. Y, como no, Mikel y su hermano Marcos, relatando a algún novato cómo el propio Bruce le invitó a todos los conciertos del Devils and dust tras enterarse de que le habían confiscado todas las entradas del tour al confundirle con un reventa. 

Apenas una hora antes de que se abran las puertas del estadio, llega el momento clave: el reparto de pulseras para acceder al pit. Graham Quinn, miembro del equipo de seguridad habitual, se encarga del trámite. Su aspecto de fornido marine tatuado hasta las cejas contrasta con una exquisita educación británica que sabe a gloria cuando las fuerzas comienzan a escasear. Para nosotros, viajar con el Boss sería un sueño. Él, en cambio, daría lo que fuera por volver ya junto a su mujer y sus dos hijas, de cinco años y 15 meses.

Con la pulsera ciñendo nuestras muñecas sólo queda esperar a la apertura de puertas. Entonces, aunque la organización ruegue calma, comienza la selección natural. La ley del más rápido. O del más pillo. Todos queremos estar lo más cerca posible de él. Y los que lo ansiamos de verdad, lo conseguimos. Pero no, ahí no acaba la cosa. Antes de que llegue el sublime momento en el que aparezca en escena, todavía nos quedan por delante muchas horas de espera. Horas de conversaciones en las que nos retroalimentamos del mito, de su eterna juventud, del estado de su voz, de su relación con Patti Scialfa. 

Cae la noche y la masa bulle. En ese instante, ante mis ojos, vuelve a ser aquel macizo morenazo cercano a los 40. Y yo, vuelvo a sentirme aquella chica de 18 años que, tras aquel concierto en el Estadio Vicente Calderón en agosto de 1988, no ha parado de soñar con el momento en el que la invite a bailar.

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