Cada vez subo más despacio las escaleras

Era un hombre muy alto, flaco, huesudo. Su cuerpo enorme contrastaba con su rostro infantil, con la mirada de niño inquietante con la que sorprendía siempre a sus interlocutores. Cordial, afable, sin embargo podía resultar algo impersonal. Era reservado y había zonas de su personalidad a las que no permitía acceder. No le gustaba alternar con mucha gente y prefería recluirse en su granja de Saignon con docenas de libros y algunos viejos discos de Charlie Parker o de Bartok que nunca se cansaba de escuchar. Fumaba sin cesar sus Gitanes y, a veces, entre trago y trago, silbaba un tango entre dientes o cogía su trompeta y se ponía a soplar un tristísimo Out of Nowhere. 

Es verdad que en los últimos tiempos la tristeza había empezado a sacudirlo con sus latigazos de sombra (su tercera esposa, la escritora Carol Dunlop, había muerto en noviembre de 1982) y que él notaba que cada vez subía más despacio las escaleras. Pero a sus 69 años todos pensaban que tenía cuerda para rato y continuaba intacto para sus lectores aquel insobornable espíritu juvenil que había hecho de su madurez técnica una maestría al servicio de un verdor candoroso, de una porosidad y disponibilidad infantiles. 

Durante los últimos años de su vida su interés se había volcado hacia la actividad política, aunque seguía escribiendo cuentos de tanto en tanto, cuando la necesidad era impostergable. Bueno, después de todo, tampoco se hacía muchas ilusiones: estaba al filo de los 70 y sabía que no le quedaba mucho tiempo. Y sabía también que hubiera sido muy difícil superar lo que ya había logrado. Por ello, resolvió dedicar todos sus esfuerzos a alentar el socialismo en América latina. Fue amigo muy crítico de la revolución cubana pero sus más grandes entusiasmos los consagró al proceso sandinista de Nicaragua. Iba y venía de Managua, dialogaba con los dirigentes sandinistas, visitaba las fronteras, denunciaba la amenaza de una invasión norteamericana llamando la atención mundial a través de sus artículos. Sin duda, su fe en el socialismo con rostro muy humano obedecía a una fuerte convicción, a diferencia del oportunismo de otros escritores latinoamericanos. A los nueve años intentó escribir una novela y luego el virus poético se apoderó de él.


Como la literatura fue para él una especie de actividad secreta, se escondió bajo el seudónimo de Julio Denis para publicar Presencia, un conjunto de sonetos que pasó totalmente desapercibido, al igual que Los reyes, una suerte de poema dramático publicado once años después con un lenguaje muy refinado que no podía ocultar la vocación de esteta que lo caracterizaba en ese tiempo. Luego el giro fue total. Un día se presentó en la oficina de Borges y le dejó a su consideración un relato titulado Casa tomada. Ese cuento fantástico que entusiasmó a Borges se convirtió en uno de los más admirados de su libro Bestiario, que apareció en 1951, cuando contaba ya con 37 años. 

Un debut algo tardío, aunque él siempre insistió en que nunca tuvo prisa por publicar. A pesar de que el volumen no alcanzó gran resonancia, muchos críticos y lectores se percataron de la importancia del narrador. 

Próximo a los 40 años, Julio Cortázar había dado el gran salto. Con Las armas secretas, colección publicada en 1959, Cortázar consolidó su posición como uno de los cuentistas más notables del ámbito latinoamericano. Uno de los relatos incluidos en el libro, El perseguidor, reveló otros niveles de expresión. La tragedia de Johnny Carter, el atormentado saxofonista de jazz inspirado en Charlie Parker, desesperado por perseguir algo que nadie entendía, mostraba a un Cortázar capaz de bucear en los rincones más profundos del alma humana. Sin duda, este relato puede ser considerado entre lo mejor de su obra. 

Posteriormente una novela como Los premios (1960) y un libro sui géneris, Historias de cronopios y de famas (1962), constituyen la antesala más adecuada para aquella obra mayor de la literatura latinoamericana que es Rayuela. Aparecida hace ya treinta años (el mismo 1963 en que aparece La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa), este libro caleidoscópico inauguró una nueva manera de ver y de escribir la realidad.

Escrita para un lector que tome la iniciativa y se lance a escarbar la novela con avidez, recreándola a medida que la lee, Rayuela causó una verdadera conmoción en la literatura en lengua española. Por su carácter de obra abierta, por sus múltiples niveles de acceso, por su tentativa de subvertir el lenguaje, entre otras cosas, ha sido considerada como un equivalente del Ulisses de Joyce en nuestra lengua. En realidad, Rayuela busca ser la «novela total», objetivo que Cortázar compartió con autores como Vargas Llosa, García Márquez, Fuentes, Donoso, Cabrera Infante, entre otros, constituyéndose lo que se denominó el «boom» de la literatura latinoamericana. Rayuela mostraba un autor al que la imaginación lúdica y crítica llevaba al territorio del experimentalismo: incapaz de escribir por pura novedad (o novelería) Cortázar logró inventar un mundo autónomo en el que no se congelaban y suspendían las categorías narrativas. Por el contrario, éstas servían diestramente al propósito desmitificador del fabulador. 

Mientras los afanes renovadores (pero incansablemente teóricos) del «nouveau roman» apestan hoy a humedad y naftalina, las ficciones de Julio Cortázar permanecen vitales y vigentes: es que no se limitó a ser novedoso, llegó a ser realmente nuevo. El resto de la historia es conocido. El éxito de Rayuela le permitió a Cortázar dedicarse íntegramente a escribir. Así surgieron más libros de relatos como Todos los fuegos el fuego, Octaedro y Queremos tanto a Glenda, novelas como 62, Modelo para armar y Libro de Manuel tiras cómicas como Fantomas contra los vampiros multinacionales, un testimonio de la demencia como Humanario y aquéllas extraordinarias misceláneas de cuentos, poemas, artículos, notas, juegos y fotos titulados Ultimo round y La vuelta al día en ochenta mundos. Una obra copiosa y significativa que convirtió al escritor argentino en una de las figuras claves del continente. Ese espíritu joven al que nos hemos referido anteriormente se trasluce en la opción lúdica de Cortázar. 

Más que nadie en su momento, rescató la posibilidad de jugar con las palabras, de ampliar su dimensión significativa a partir del puro juego. Es el caso de sus Historias de cronopios y de famas, uno de los mayores aciertos de la obra cortazariana. Bajo el juego aparente, en esos extraños personajes denominados cronopios, famas y esperanzas, bullen una serie de pulsiones y rasgos profundamente humanos. 

Y bulle también, quizá como sólo lo hiciera en Rayuela, el inmenso cronopio que en el fondo de su vida y obra fue Julio Cortázar. Un inmenso es aquél para quien vida y obra, ficción y realidad no son más que una enorme tergiversación de las prácticas usuales, de las finalidades admitidas, de las funciones pragmáticas. Las tareas deben ser excéntricas, no utilitarias, lúdicas, pero sistemáticas. O sea un remedo de los trabajos «serios», donde el proceso, el proceder es más importante que los resultados porque los objetivos no se inscriben en catálogos razonables y lo que se busca es lo sorpresivo y lo sorprendente, la gratuidad como máxima disponibilidad frente a lo imprevisible. O como diría el propio Cortázar: «Negarse a que el acto delicado de girar el picaporte, ese acto por el cual todo podría transformarse, se cumpla con la fría eficacia de un reflejo cotidiano. 

Porque hay que romper las paredes de lo consabido, lo preparado, lo resuelto; hay que abrirse a la novedad potencial de cada instante». Lo releo, lo recuerdo a Julio Cortázar en aquellos años de buena amistad en París. Sigue exacto y hasta parece que aún sufriera de aquella enfermedad que, siendo ya tan alto, lo hacía crecer otro centímetro más cada año. Treinta años después de su muerte, el amigo es ya todo un gigante y el escritor y su obra siguen en su eterno retorno a la percepción virginal del adamita o sus equivalentes actuales: niño y loco. Aquel inmenso cronopio sigue escribiendo y haciéndolo todo con la misma fantasía ingenua, la misma visión infantil y candorosa que ve sin prejuicios, con constante voluntad de asombro, que no cesa en su intento de sacar lo visto de la textura adulta, tasadora, clasificadora, congeladora, solidificante y, finalmente, edificante. Pavor le habría producido a aquel inmenso cronopio ser un escritor edificante.

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