Hay cosas que son sólo de hombres
Las dos mujeres se extrañaron al ver las puertas abiertas a medianoche, pero no se cortaron un pelo. Caminaban tan decididas que ni siquiera repararon en los dos jóvenes que custodiaban la entrada: - Lo siento señoras, esto es sólo para hombres. Se dieron media vuelta y se marcharon entre risitas incrédulas. Unos minutos más tarde lo intentó una joven, del brazo de su novio. Consiguió superar el primer obstáculo, pero cuando ya había logrado lo más difícil -asomarse a la puerta del cristal- la invitaron amablemente a abandonar el recinto.
Perdone, pero sólo pueden entrar los hombres y los jóvenes. A eso de la una de la madrugada le tocó el turno a Teresa Martín, de 30 años, y Asunción Ibares, de 24. Todo inútil. Los jóvenes guardianes no se andaban con contemplaciones: - Vuelvan mañana si quieren pasar. Teresa no acababa de creérselo: «Esto es un "flash". Parece como si se reunieran todos los machotes para dar su homenaje a la mujer casta y virgen». Su amiga, Asunción, se quedó con la cara de hielo: «No sé... Lo llego a entender, pero me parece un poco absurdo». Al otro lado de la puerta, unos 800 hombres se arrodillaban en el momento final de la liturgia. Llevaban ya tres largas horas celebrando «el homenaje de la juventud masculina a la mujer por excelencia: María».
La vigilia de la Inmaculada, 43 años de tradición, consigue llenar una vez más la iglesia del Cristo de Medinaceli. Jóvenes, no tan jóvenes y hombres de avanzada edad calientan una vez al año los bancos que habitualmente ocupan las señoras. («Por ti, María, nosotros -miserables- heredamos la misericordia»). Oraciones, rosarios, cánticos, testimonios... El eco de mil voces varoniles sacuden la austeridad del templo. («Mil querubes bellos orlan tu dosel, quiero estar con ellos. Virgen, llévame»). Una Inmaculada de Murillo, envuelta en un halo amarillo chillón, es el único testimonio femenino en la reunión. («María, cielo purísimo en que brilla Jesucristo Perla. María, concha nácar que le esconde»).
Un sacerdote joven confiesa a plena luz a un hombre entrado años, aparentemente compungido, que se obstina en decir que no con la cabeza. («Madre de la Iglesia. Una. Santa. Católica. Apostólica. Reina y Madre de la Juventud...»). Rafael Casanova, un portorriqueño con aire afable, sigue con atención la ceremonia. Su hijo Tito, lleva media hora sentado al pie de una columna y se entretiene con un avión de papel. Abigail, la madre de la familia, espera en la puerta del templo apoyada en el capó de un coche. «¿Por qué no entramos nosotras, mamá?», le pregunta la pequeña María Asunción, de siete años.
Pero a su madre no le importa esperar tres horas bajo un cielo nuboso y frío. «Yo lo veo muy bien que sea sólo para hombres... Ellos que son fuertes y tienen menos tiempo para orar que nosotras. Esto es como su homenaje a la Madre de Dios, a la Madre de todos». A su lado, una señora algo mayor espera también a que salga su marido: «Si entramos las mujeres, les restamos espacio y de todo. Me parece estupendo que hombres como castillos le pidan cosas a la Virgen, que como mujer es más sensible». Carlos Oñate, de 41 años, sale en esos momentos del templo y se mete hasta el cuello en el debate.
«Pues a mí me parece muy mal», dice. «Esto de separar hombres y mujeres no es del siglo en que vivimos». Oñate, un riojano que estuvo en la orden de San Juan de Dios, es un devoto de «la Pilarica» y de la Virgen de la Antigua. Por eso no se suele perder la vigilia, aunque le reviente eso de la separación de sexos. Intermedio. De pronto, la entrada a la iglesia se convierte en un hervidero. La nube de noctámbulos de la calle Huertas se frota los ojos al pasar por delante del templo. «Oye, ¿ahí que dan?», pregunta una joven. «Están en misa; es la Inmaculada», responde otra. «¿A estas horas?». «iVayan pasando! iVayan pasando! iVa a empezar la misa!». Pasada la medianoche, el obispo auxiliar de la diócesis de Madrid-Alcalá, Javier Martínez, se prepara para la liturgia final.
Juan Manuel Tierra y sus amiguetes deciden quedarse un rato fuera, tomando el aire. Tarjeta de presentación: «Pásate por Buik, tío, y tómate una copita». Juan Manuel, tiene 18 años, trabaja como relaciones públicas de un bar en Santísima Trinidad. «Soy de Huelva, y en mi casa hay mucha devoción por la Virgen del Rocío. Aquí la llevo, colgada del cuello. Un poco negra, pero bueno...». En la vigilia del año pasado, Juan Manuel se destapó con un discurso sobre el misterio del Rosario ante más de 1.000 hombres. «Estuvo chachi, tío.
A mí no me da corte hablar delante de tanta gente». A Juan Manuel no le parece mal que la ceremonia sea sólo para hombres. «A la iglesia no vienes a ver "titis". Si lo que quieres son mujeres, te pasas por Buik y ya está», apunta su amigo José Angel. Al tercero en discordia, Oscar Hernández, tampoco le resulta tan raro: «Después de cinco años en un colegio del Opus...».
(«Que la llena de gracia interceda por nosotros»). Dentro de la iglesia se queman los últimos cartuchos. Caras fatigadas, rostros somnolientos, algunos bostezos. En la puerta de la cripta, un joven barbudo lleva ya cerca de media hora entregado al más profundo de los sueños en una silla de madera. Detrás de un grueso pilar, un penitente aguanta arrodillado aún más tiempo. Otra columna, con un buzón que recoge las limosnas para Nuestra Señora de la Divina Providencia, sirve de respaldo a varios feligreses.
A última hora, los chicos de la Milicia de Santa María reparten recordatorios y piden donativos a la salida. Santiago Vázquez, de 16 años, es uno de ellos: «Yo conocí a la Milicia por un Rosario que organizaron en mi barrio. Llevo ya dos años con ellos». A Santiago apenas le dejan hablar: en un «plis-plas» los jóvenes de la Milicia se pierden en la marea de hombres que se agolpa atropelladamente a la salida del templo. Ahora ya pueden: Abigail y su pequeña María Asunción se arrodillan muy discretamente en el último banco, con el sigilo de quien entra en el último paraíso prohibido.
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