Ang Lee y La tormenta de hielo

La sorpresa mueve al entusiasmo. El entusiasmo a la euforia. Y la euforia, todo sea dicho, suele conducir de cabeza al desastre. Pero esto último es otra historia. Ayer, tocó sorpresa. Se esperaba a Ang Lee y a su Taking Woodstock. 

El director de origen taiwanés regresaba al argumento de una de sus más contundentes, agrias y celebradas películas: La tormenta de hielo. Entonces, la idea era descubrir la impostura alimentada por los mitos de la progresía de los 60. Ahora, a 40 años vista del mítico y embarrado concierto, todo lo contrario. La misma época, las mismas flores, idéntica revolución, pero... al revés. Basada en el libro de Elliot Tiber sobre la gestación de aquel encuentro, el director de Tigre y dragón ofreció ayer una comedia. ¿Es ésta la sorpresa? Respuesta: no. Un prophete, de Jacques Audiard. Ésta sí que lo es.

En realidad, cualquier hecho sorprendente suele ser producto de la falta de información. Y así ocurre en este caso. No en balde, hablamos del director de Lee mis labios o De battre mon coeur s'est arreté, dos cintas inmensas. Pues bien, Un prophete es, para no dar más vueltas, una obra maestra. El planteamiento es simple. La cinta no es otra cosa que un drama carcelario que sigue los pasos a un hombre desde su caída en desgracia (léase prisión) hasta el desastre final. Es decir, dentro o fuera de la cárcel, la vida misma. «En la historia del cine, la cárcel funciona como metáfora de la vida», dice el director y lo hace sin mover una ceja, que es más cinematográfico.

Fiel a la tradición del género que pisa, la película cuenta la historia de un novato en la prisión: el actor, también debutante, Tahar Rahim (un Al Pacino de rasgos magrebíes). Al hombre le esperan seis años por delante. Lo que vemos es un individuo con aspecto de carne de cañón. Cuando salga todo será diferente. Pero, como los buenos viajeros saben, lo importante es el camino. Es decir, el trayecto que conduce de la miseria a la miseria pasando por todo lo demás. Lo demás es esa mezcla de sangre, de saliva, de semen y de otros fluidos vitales; un compuesto tan repulsivo y energético como -ya no lo repetimos más- la vida

Desde Scarface a The wire (la serie) pasando por Le trou de Jacques Becker, a Audiard le alimenta todo. En la rueda de prensa se permitió hablar de la influencia de la televisión. Lo hizo, cuidado, en Cannes, el templo del cine. Y aquí está la clave. La película, con empaque (la gane o no) de Palma de Oro, se mueve por la tradición con el respeto debido. Es decir, sin hacer reverencias y sin renunciar a darle completamente la vuelta a cada una de las convenciones. El espectador no es arrastrado por caminos conocidos o gestos manidos. Conoce la historia, pero la construye de la mano del director.

Y entre tanta conmoción, ¿dónde quedó la propuesta de Lee? No deja de ser sorprendente (de nuevo) que un autor que se ha paseado por los festivales europeos con cintas como Brokeback mountain o Deseo, peligro (las dos de premio) ofrezca algo tan descafeinado al mayor de los certámenes. Taking Woodstock es un divertimento con la única intención de celebrar y recordar que hubo un tiempo en el que la gente vestía pantalón de campana (y complementos más ofensivos). Paz, amor y nostalgia. Mucha nostalgia. Cuenta Lee que él tenía 14 años cuando a su Taiwan natal llegaron las noticias de Woodstock. «Estaba en el aire que las cosas cambiaban», dice. Y su película, en realidad, rinde homenaje no a la época sino a ese sentimiento. Simpática, pero sin más. Sin sorpresas.

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