El fin del mundo cada vez más cerca

Planeara hoy sobre Bush y Gorbachov, en Helsinki, el fantasma de Von Clausewitz: «la guerra es un acto de fuerza mediante el cual tratamos de obligar al adversario a someterse a nuestra voluntad». Pero la guerra es siempre acta de un fracaso, allá donde el conjunto de los recursos políticos se estrella contra una barrera irrebasable. Voluntad -que hoy podríamos llamar intereses- y fuerza son los datos irrebasables de esa quiebra. Platón lo había señalado: «No es lo mejor, desde luego, ni la guerra ni la sedición, y desearlas es algo detestable; lo mejor es la paz y, al mismo tiempo, una mutua benevolencia de sentimientos; quien no sea capaz de ver eso no será jamás un hombre de Estado». Lo que, al fin, decide sobre una guerra es una estrategia general de costes y beneficios. No hay otra lógica de Estado. Sólo la constatación, pues, de los inaceptables precios que una acción militar en el Golfo acarrearía, hará a Bush y Gorbachov perseverar en la única vía que separa del desastre: la simultaneidad de negociación y bloqueo. Nuestro mundo vive un fin de época. 

Y Sadam Husein no es sino un fruto, una excrecencia perversa, monstruosa si se quiere, del tiempo que periclita: no es el fukuyamiano fin de la historia, sí probablemente el de la historia «a dos» que ha impuesto su criterio desde la Segunda Guerra Mundial. Es lo primero que Gorbachov y Bush van a constatar hoy: Sadam es criatura suya, fruto de su pasado inmediato; a ellos corresponde pues, conjuntamente, reducirlo o aniquilarlo. Como toda profilaxis, con el menor gasto posible para todos.

Ese mundo que acaba, nació de un equilibrio: el de dos potencias capacitadas para generar dosis de violencia sin precedente en la historia. Sobre el terror nuclear mutuo se tejió una red de equilibrios, a cuyo través la guerra total fue hábilmente desplazada hacia conflictos locales, sanitariamente focalizados siempre, en los que se ha jugado, mediante peones de aparente insignificancia, la partida de ajedrez que, finalmente, ha perdido la URSS por abandono. El desplome del bloque del Este ha sido su efecto más espectacular; también el más optimista. Empezamos ahora -Irak no es sino el inicio- a experimentar sus efectos secundarios. No serán indoloros. 

No se hubiera podido mantener un ajedrez estratégico de guerras locales entre las dos superpotencias durante casi medio siglo, sin crear Estados vicarios que asumiesen la representación, política pero sobre todo militar, de sus patrones. El Tercer Mundo, mísero y corroído por una hambruna crónica, ha visto proliferar, así, a señores de la guerra casi feudales, sobresaturados del armamento más sofisticado que la alta tecnología de los países desarrollados producía. Es cierto que se ha tratado de excluir a estas policías regionales del acceso al arma nuclear. Pero sería de una ingenuidad suicida hacerse ideas ilusorias: tarde o temprano, esos países, míseros pero militarmente hipertrofiados, estaban condenados a dar con ella por sus propios medios, y ese momento está a punto de llegar. El «equilibrio del terror» ha funcionado sobre la base de lo mucho que EE.UU. y URSS tenían que perder en un estallido nuclear. Desde la perspectiva de países sumidos en la miseria, ese cálculo no es tan obvio. El mito del buen salvaje expiró hace ya algún tiempo. Corremos ahora el riesgo de sustituirlo por el del salvaje malvado. 

Sadam Husein sería para ello modélico. No es bueno dejarse llevar por las caricaturas: el dictador iraquí sólo quintaesencia la imagen de un tipo de políticocenturión sistemáticamente creado por los dos grandes: es casi un fruto de laboratorio. Sadam es, desde luego, un tirano sanguinario; lo ha sido siempre. En Irak se ha violado atrozmente todos los derechos humanos -como Amnesty International lleva años denunciando-. Y eso, en Occidente como en la URSS, lo sabía todo el mundo. Lo sabían, sobre todo, quienes atiborraban de armas sus arsenales: esto es, Estados Unidos, la Unión Soviética, Francia y, en menor medida, otros países fabricantes, entre ellos España. 

Si se guardó silencio fue porque entonces aparecía como un guardaespaldas eficaz frente al peligro iraní. Ahora, el guardaespaldas quiere ser jefe y la baraja se rompe. A fin de cuentas, Sadam Husein no ha hecho sino aplicar un modelo político ya descrito por Maquiavelo, el militarista, que «exige el prestigio de la crueldad» como rasgo de carácter. Cualquier alternativa democrática sólo podrá ser plenamente creíble en la medida misma en que se sitúe inequívocamente en la opción moral opuesta. Si queremos superar la herencia de una guerra fría que estuvo regida por la hegemonía de la razón de Estado, no es posible ya seguir invocando un modelo de policialización mundial cuya coartada desapareció con la volatilización del «peligro soviético». Y, si se quiere abordar el problema del Golfo como confrontación entre modelos democrático y dictatorial, no se puede perder de vista que es definitorio de un Estado democrático sobreponer siempre la fuerza de la razón a la razón de la fuerza, la garantía, individual a la razón de Estado. 

El comunicado final de la Cumbre de Helsinki contendrá, probablemente, dos mensajes claramente diferenciados: uno sobre la solución inmediata del conflicto provocado por la anexión de Kuwait y otro sobre la forma de establecer un nuevo orden regional en el Oriente Medio que sustituya al destruído por los tanques de Sadam. En cuanto al primer aspecto, no pueden caber vacilaciones: Bush y Gorbachov insistirán sobre la retirada incondicional de Irak a sus fronteras anteriores al 2 de agosto. Sobre el segundo, las cosas son menos previsibles: la oferta soviética de una Conferencia Internacional sobre Oriente Medio encontrará la resistencia de Israel, que no está dispuesto a que se amalgame el problema de los territorios ocupados con el de la anexión de Kuwait. Y la sugerencia de James Baker de crear una «estructura de seguridad regional» no puede sino levantar suspicacias, por mucho que se insista en que ésta no tendría «por qué seguir el modelo de la OTAN».

Pero, si Irak se halla atrapado por la nueva coyuntura internacional creada por la colaboración de americanos y soviéticos tras la perestroika, tampoco la situación de los dos grandes es cómoda. Gorbachov, en especial, se juega mucho en esta crisis. Los desacuerdos muy duros, a lo largo de las últimas semanas, entre su ministro de Exteriores, Shevardnaze, y los altos mandos del Ejército, entrañan el riesgo de acabar por romper los equilibrios de una política enfrentada a situaciones de casi guerra civil en algunas repúblicas. En cuanto a los Estados Unidos, si su papel de potencia hegemónica en el terreno políticomilitar parece garantizado, su situación económica dista mucho de hallarse a la altura de lo que exigiría la asunción incondicional de un papel de Policía Mundial. La demanda de ayuda económica para costear la estancia de la flota en el Golfo es un primer signo de alarma relevante. Y hay otro precio que la sociedad americana, sobre la cual planea, aún hoy, la sombra de la tragedia vietnamita, no puede asumir fácilmente. Las ilusiones de una guerra altamente tecnologizada no pueden enmascarar que, en cualquier caso, el coste en bajas del propio ejército americano podría ser considerable y desmoralizador. La guerra entrañaría costes inaceptables para todos: políticos, materiales y morales. El bloqueo, por el contrario, puede resultar largo, costoso y tal vez inseguro. No hay otra alternativa, sin embargo, si uno se resiste a aceptar el aforismo clásico, que hacía de la guerra el «padre y rey de todo».

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