Viernes Santo austero

El cielo ofreció una tregua al Viernes Santo. Contra todo pronóstico se volvió azul y las nubes de lluvia dieron paso a unos impolutos cúmulos. Ayer los 11 pasos madrileños salieron a la calle para ofrecer su estación de penitencia. 

Era el día de Jesús de Medinaceli y del Cristo de los Alabarderos, los dos pasos más venerados del Viernes Santo. Paralelos en sus salidas y distantes en sus maneras. 
A las cinco de la tarde, el gentío bullía en los alrededores de la basílica del Cristo de Medinaceli, acercarse a la iglesia se convertía en una tarea imposible, no en vano es la imagen más reverenciada de la ciudad. Entre los fieles que querían verlo salir (el año pasado la lluvia lo impidió) y los penitentes que se acercaban para alcanzar su sitio, la parte baja del Madrid de las Letras rezumaba vida. Ver la salida del paso iba a ser una empresa imposible. 

Por el contrario, a las cinco y media, la plaza de Oriente albergaba a un grupo accesible de fieles entremezclado con turistas que, con la guía en la mano, esperaban ver la salida del Santísimo Cristo de los Alabarderos. «Dice la guía que es una procesión espectacular», explicaba una joven americana. Portugués, inglés, rumano, incluso, árabe, frente a la puerta del Príncipe del Palacio Real la Torre de Babel resucitaba. Había expectación, pero no era lo mismo. 

Los miembros de la Guardia Real goteaban poco a poco. Al mismo tiempo que la plaza iba tragando gente.

«Esto no va a salir a las siete en punto», se quejaba una señora que ya no cumplirá los 70 y que llevaba allí desde las cinco de la tarde. «No están los caballos y hasta que no lleguen los caballos aquí no pasa nada». Pero los caballos nunca llegaron, parece que la crisis también transita por estos pagos. A las siete en punto se abrió la Puerta del Príncipe y el silencio se apoderó de la plaza. Con una austeridad ejemplar, los nazarenos fueron tomando posiciones y luchando contra el frío viento que se empeñaba en apagar sus cirios. 

Los hombres y mujeres de trono (los que llevan al Cristo o a la Virgen apoyando el varal sobre el hombro) se agachaban para poder sacar el trono. Un tímido aplauso les recibía desde la plaza, ni un viva, ni nada más. Tres flautas y tres tambores por banda entonaban el himno nacional. El Cristo de los Alabarderos ya estaba en la calle. 
«Por todos los fallecidos de la Guardia Real», gritaba el capataz mientras bailaban el trono. «Derecha adelante, izquierda atrás», un tono adusto guiaba a la Guardia Real. El Cristo alcanzaba la catedral de la Almudena mientras se cerraban las puertas del Palacio Real. «¿Y la virgen?», se preguntaban los turistas. No hay respuesta a esa pregunta, nadie sabía por qué María Santísima Inmaculada de los Ángeles no estaba en la calle. 

Pasadas las siete y media, la plaza de Oriente vomitaba al gentío hacia la Puerta del Sol, hormigueando la calle Arenal hasta darse de bruces con el Oso y el Madroño. Jesús de Medinaceli subía por la carrera de San Jerónimo para girar en Sol hacia Alcalá. Sí, otro que también estaba en la calle, pero al contrario que el paso anterior, el trono iba precedido por una marea morada de nazarenos y penitentes cuyo hilo musical era lo más parecido al gorgoteo de una fuente. La distancia y la muchedumbre no dejaban ver más. «¿Qué es ese sonido?», preguntaba una joven turista a los de la primera fila. «El ruido de las cadenas de los penitentes al rozar con el asfalto», le contestaban. Jesús de Medinaceli asomó por la curva encabezado por tres bandas de música, tres bloques de camareras y cientos, o quizá miles, de encapuchados. Fueron más de 15 minutos pasando fieles encadenados y agradecidos. Los aplausos acompañaron, como una ola, a la talla del siglo XVII que iba sobre un trono con ruedas. 

Ahora, mientras el Cristo de Silencio, salía de la Iglesia del Santísimo Cristo de la Fe, en la calle Atocha y el paso de El Divino Cautivo, tallado por Mariano Benlliure en 1944, salía desde la Iglesia de Santa Cruz, sólo restaba cumplir la última penitencia de la noche, lograr salir con vida de la calle Alcalá para alcanzar Sol y regresar de nuevo la plaza de Oriente. El centro neurálgico de la ciudad, al paso de Jesús de Medinaceli, se transformó en un embudo atascado que no podía devolver a la masa ni hacia un lado ni hacia otro. Todo el mundo caminaba sin dirección. ¡Cuánto hay que aprender todavía de las procesiones andaluzas! Para evitar atascos humanos se crean carriles para peatones, unos de ida y otros de vuelta, así es imposible sentir el agobio de no saber hacia donde te lleva la marea.

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